domingo, 12 de octubre de 2025
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Cuatro consensos educativos a 40 años de democracia

Aciertos, autocríticas y por qué la educación pública sigue siendo un faro que se defiende.

•×Federico Brugaletta*

[Educación y Democracia]

 © Ilus de Erica Gómez**

 

Cumplir cuarenta años de democracia es además de una celebración una oportunidad para abrir una conversación pública sobre aquello que supimos conseguir como sociedad en materia educativa, pero también para señalar aquello que nos falta. Hablar de consensos no implica negar los conflictos de intereses y los proyectos en pugna que existieron, existen y existirán en toda comunidad, sino una elección -en esta coyuntura electoral- de poner el acento en un horizonte común.

 

Quiero evitar tanto el tono decadentista -así como el condescendiente- con el que se suele opinar en el debate mediático o en la sobremesa familiar en torno a la educación. El primero solo ve en el sistema educativo colapso, simulacro y deterioro, el segundo -en su afán de defender un bien que reconoce valioso- muchas veces rehúye de problematizar aquello que no funciona. Si bien nunca dejó de estar en la agenda, el debate sobre la educación se presenta generalmente subordinado a temas como la inflación, la seguridad pública o la distribución del ingreso. El inédito y doloroso escenario que supuso la pandemia volvió a colocar al sistema educativo en el centro de la discusión pública involucrando a familias, docentes y estudiantes, así como también de especialistas y funcionarios. La pandemia agravó sin dudas los problemas que el sistema educativo ya tenía: una creciente fragmentación que acentúa la segregación social y la desigualdad entre circuitos escolares para ricos y pobres, dificultades fiscales para garantizar condiciones laborales dignas para los docentes y cumplir así con la cantidad de días de escolaridad establecidos, estancamientos y retrocesos en los resultados de las pruebas de aprendizaje, malestar en el cotidiano de las instituciones y en los vínculos pedagógicos, entre otros tópicos que se suelen enumerar. Pensar evidenciando estos problemas de la educación apuesta a mensurar aquellos elementos que valdría la pena no echar a perder si concebimos a la educación pública como un bien común que debe ser garantizado por el Estado. Resultaría difícil hacer una síntesis de todas las políticas educativas desarrolladas en cada período de gobierno desde 1983 hasta la actualidad, en cambio, identifico cuatro consensos educativos (el antiautoritario, el federal, el financiero y el inclusivo) que se forjaron en estos cuarenta años de democracia.

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Un primer consenso educativo se comenzó a gestar en los inicios del período democrático con el gobierno de Raúl Alfonsín. Se trata del consenso antiautoritario que dispuso un punto final a la pedagogía instaurada por la dictadura que concebía al sistema educativo como un espacio de vigilancia y persecución ideológica. Con la democracia recuperamos la conversación política en las escuelas, la posibilidad de tomar la palabra y la libre expresión de las ideas. Se reabrieron los centros de estudiantes en las secundarias y en las universidades. Las prácticas escolares también se democratizaron, se distendieron los gestos, los cuerpos y las ceremonias. Durante años noventa, en contra de las políticas de olvido y las leyes de impunidad, los organismos de derechos humanos construyeron una demanda de verdad y justicia y, junto a iniciativas de docentes y estudiantes, promovieron a la escuela como un espacio legítimo para enseñar y aprender sobre el pasado reciente de la Nación. La pedagogía de la memoria se constituyó luego en política educativa durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner generando puentes -no sin disputas- entre generaciones. Con la democracia consolidamos el consenso de que la escuela es un espacio para la práctica de la libertad y para la pluralidad de voces, el lugar por excelencia para la formación ciudadana que se inscribe en una larga tradición republicana en nuestro país. Los discursos que tildan a la educación sexual integral como si se tratara de un “adoctrinamiento” y que convocan a “despolitizar” la educación pretender disputar este consenso educativo democrático y restaurar el silencio y el miedo a opinar libremente en las aulas.

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El segundo consenso, es el consenso federal. Desde mediados del siglo XX, las políticas educativas en la región tendieron a promover la descentralización de los sistemas educativos. En 1986 el gobierno alfonsinista convocó al segundo Congreso Pedagógico Nacional que congregó a todos los actores del sistema educativo para proyectar la política educativa de los años subsiguientes. Uno de los saldos de dicho congreso fue la confirmación de la necesidad de fortalecer a las jurisdicciones provinciales en la gestión de las instituciones educativas en sus territorios, así como de adaptar los marcos curriculares a la idiosincrasia de cada región. Este consenso federal se institucionalizó con la Ley Federal de Educación de 1992 durante el gobierno de Carlos Saúl Menem que redefinió las relaciones entre Nación y provincias en materia gestión educativa. Las consecuencias sociales del modelo económico de la convertibilidad dinamitaron por debajo los aspectos más progresistas de esta reforma que supuso un primer intento de repensar la escuela secundaria, expandir la obligatoriedad escolar y actualizar científicamente los contenidos de la enseñanza luego del vaciamiento curricular que implicó la dictadura militar.

La nueva Ley de Educación Nacional sancionada en 2006 durante el gobierno de Néstor Kirchner no supuso la renacionalización de los servicios educativos, pero sí redefinió un rol activo y presente por parte del Estado Nación para compensar desigualdades regionales. El Consejo Federal de Educación adquirió a partir de entonces un protagonismo singular como articulador de demandas y productor de consensos entre jurisdicciones provinciales gobernadas por diferentes orientaciones políticos. Los propuestas que alientan a eliminar el Ministerio de Educación de la Nación están lejos de promover el consenso federal, más bien lo ponen en riesgo, alejándonos de un horizonte común de igualdad educativa para todos los habitantes de nuestro país sin importar en qué provincia nacieron.

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Estrechamente ligado al consenso federal, se forjó un consenso en torno al financiamiento educativo para paliar el deterioro del sistema estatal que acentúa diferentes escolarizaciones entre ricos y pobres. Durante el gobierno de Néstor Kirchner, el Congreso de la Nación logró aprobar –con mayorías sustantivas que supusieron acuerdos de distintos partidos políticos- la Ley de Garantía del Salario Docente y 180 días de clase en 2003 y la Ley de Financiamiento Educativo en 2005. La primera selló un consenso de financiamiento del que nadie -hasta ahora- explicitaría estar en desacuerdo: para garantizar la oferta de días escolares es necesario ofrecer a los y las docentes salarios dignos discutidos en paritarias nacionales abiertas. La segunda ley propuso un horizonte de inversión pública en educación que procuró alcanzar el 6% del Producto Bruto Interno (PBI) a partir de 2010. Sin embargo, se ha constatado que solo en 2013 y 2015 se alcanzaron dichos niveles esperados de inversión y que durante el período comprendido entre 2015 y 2019 bajo el gobierno de Mauricio Macri, el presupuesto decayó y se subejecutó ostensiblemente. El control ciudadano es fundamental para el seguimiento de la ejecución eficiente de los presupuestos asignados a educación, así como también para mensurar la deuda educativa de los distintos gobiernos.

En septiembre de 2023, el Ministro de Educación, Jaime Perczyk y el Ministro de Economía, Sergio Massa, presentaron un proyecto para una nueva Ley de Financiamiento Educativo que se está discutiendo en el Congreso Nacional. El proyecto propone aumentar la inversión en educación del 6 al 8% del PBI con mayor carga para el Estado Nacional, extiende el ciclo lectivo a 190 días y se propone duplicar la matrícula en escuelas técnicas y mejorar la oferta de carreras universitarias. Sin bien son conocidas las dificultades financieras que persisten en materia educativa, las soluciones no parecen provenir de quienes proponen transformar el financiamiento educativo a través de sistemas poco aplicables como los “vouchers”. El consenso por el financiamiento educativo estatal solo puede fortalecerse con más inversión del Estado y no con menos.

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Un último consenso que quisiera poner en evidencia es aquel que se constituyó en torno a la inclusión. Nuestra historia educativa está repleta de disputas por el acceso, la permanencia y el egreso de cada vez más sectores sociales al sistema educativo. Como no mencionar aquí la lucha de figuras como Teresa Ratto y José Zubiaur por abrir las puertas del Colegio del Uruguay –en Entre Ríos– a las mujeres a fines del siglo XIX. Como no recordar la Reforma Universitaria de 1918 donde las clases medias consolidaron la conquista del diploma universitario y el decreto de 1949 de Juan Domingo Perón que estableció la gratuidad de la educación superior y abrió sus puertas a los sectores obreros. Con el retorno de la democracia, el alfonsinismo derribó los muros que había levantado la dictadura para acceder a los colegios y las universidades a través de cupos, aranceles y exámenes. Desde la década del noventa la oferta de educación pública no paró de crecer a través de la escuela intermedia y la creación de universidades de cercanía. Recién en el año 2006 nos propusimos como sociedad extender la escolaridad obligatoria hasta finalizar la secundaria. El consenso por la inclusión implicó también albergar en las escuelas a las personas con discapacidad y a las disidencias sexuales, visibilizando y reconociendo su derecho de estar, ser y aprender en las aulas.

Muchas veces cuando se enuncian los procesos de inclusión, se antepone como falta el problema de la calidad de los aprendizajes. Esta dicotomía suele colocarnos en una encerrona poco productiva. El consenso por la inclusión educativa supone inherentemente asumir la responsabilidad por garantizar trayectorias educativas continuas, completas y con aprendizajes relevantes. Los resultados de las pruebas estandarizadas de aprendizaje aportan datos valiosos para establecer metas de mejora que no debemos desdeñar. Sin embargo, no podemos concebir la calidad educativa desde criterios que no reconocen los desiguales puntos de partida de los estudiantes en la carrera por la conquista del mérito escolar. Liberar la oferta educativa a la mano invisible del mercado y a la competencia entre instituciones no repercutiría en una mejora de la calidad de los servicios, sino en la acentuación de los ya graves problemas de desigualdad social y la existencia de circuitos socialmente segregados que presenta nuestro presente educativo.

Hoy

Así como la pandemia puso en evidencia y agravó las dificultades existentes en el sistema educativo, también permitió reconocer el valor social asignado a la escuela, institución que ataja demandas infinitas: alimentar y asistir en las tareas de cuidado de las familias, formar ciudadanos libres y a la vez capaces de introducirse en el mercado laboral, manejar las nuevas tecnologías y conocimientos de robótica al mismo tiempo que dominar los saberes básicos de cálculo, lectura y escritura, desarrollar educación vial, ambiental, emocional, entre otras en una lista que continúa… Lo cierto es que las familias de distintos sectores sociales siguen visibilizando a la escuela como el trampolín necesario para la movilidad social ascendente, y aunque muchas veces este horizonte parece desvanecerse en el aire en los períodos de crisis económica y social, el consenso social favorable a la educación pública constituye un piso enormemente valioso para exigir lo que falta.

Nadie podría negar que estado actual del sistema educativo presenta serias dificultades para garantizar aprendizajes relevantes a toda la población en un horizonte de igualdad. Pero también es cierto que en cuarenta años de democracia hemos podido construir como sociedad un consenso por una educación pluralista, federal, con financiamiento público estatal sostenido e inclusión con calidad que no deberíamos perder si apostamos a mejorar lo que existe. Ante los claros problemas educativos que existen, necesitamos más Estado, y no menos. Más concertación y diálogo entre funcionarios, sindicatos, familias y escuelas, y no menos. Más cercanía con los problemas reales de las escuelas y sus territorios, y no falsas recetas que aumenten el desguace de lo público y la fragmentación social. A cuarenta años de democracia, reflexionemos e imaginemos qué nuevos consensos podemos ser capaces de forjar para que la educación pública de calidad siga siendo no solo promesa de ascenso social sino realidad efectiva.

∆ {Curaduría por Equipo Circular}


CRÉDITOS

Federico Brugaletta* Profe en Ciencias de la Educación, se dedica a la formación docente en UADER y a la investigación educativa en el CONICET

Erica Gómez** ilustradora

Instagram: @soyericasol

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