sábado, 2 de noviembre de 2024
Juguetes perdidos

El arte de Kiyoshi

Un cuento de amor y desamor

•×Martín Di Lisio*

[Decires narrativos]

© Ilus de Radha Carrizo**

 

Kiyoshi miraba caer la nieve sobre su jardín. Algunos copos se iban acumulando en las esquinas del ventanal. Más allá, pálida en la tarde, la aldea aguardaba paciente la noche del invierno al pie del monte Mitake. Esa visión le recordó el plan, la idea del plan.

Kiyoshi le dio la espalda al ventanal y quedó de cara al interior de la casa que parecía arder, fulguraba de tonalidades naranjas en el techo y en las paredes. Eran las luces de las velas encendidas sobre el piso de madera en cada uno de los extremos. En el medio, un shôji dividía el ambiente en dos partes iguales. Mis dos labores, decía Kiyoshi: de un lado, el origami; del otro, la magia

No había lugar para nada más en esa casa. El origami completaba el vacío que había dejado su hermano, el sitio donde solía montar su estudio de pintura. La magia le daba sentido al otro sector de la sala, a las noches solitarias de Kiyoshi, a la ausencia de Asami, su mujer. 

Kiyoshi se sirvió un té, despacio, como atento a un ritual. Por azar, algún destello en la nieve le había traído el recuerdo de ese otro invierno: Asami, su hermano retratando a Asami, robándola en cada trazo, en cada pincelada de pintura, luego el cuadro colgado en un extremo de la sala, en el sector que luego ocuparía con la magia, allí el retrato de Asami sonriendo. Asami sonriéndole a su hermano.

Lo abatió el recuerdo de los días posteriores. La nota de Asami debajo del cuadro, el cuadro como única memoria que le quedaría de ella y de su hermano, las huellas de Asami en la nieve la noche de la huída, su mujer retratada también en esas marcas fugaces, sus pequeños pies sobre el piso blanco. 

Con el último sorbo de té repasó aquel plan que lo había llevado a los insomnios de magia, a las creaciones de origami.

Se levantó del tatami y fue hasta su mesa de trabajo entre las esculturas de papel paradas sobre el piso. Eran las figuras que Kiyoshi había perfeccionado con el pasar de los años, pliegue tras pliegue hasta encontrar las formas más perfectas. Hubo doncellas, cisnes, dragones, bailarinas, reyes, diseños cada vez más corpulentos y complejos. Las velas proyectaban las sombras de las figuras en el techo y en los vértices de la sala. Las sombras rodeaban a Kiyoshi. 

Kiyoshi caminaba entre esas esculturas con cuidado, en puntas de pie entre los pasillos que se formaban a través de ellas. Las contemplaba, les hablaba, las observaba con detenimiento. Estudiaba los detalles que podían mejorarse. Mi laberinto de papel, dijo una tarde que vio como ese lado de la sala se había convertido en un mundo de esculturas de origami, una al lado de la otra. 

En el otro sector, la magia y el retrato de Asami lo esperaban. Mis dos labores no se mezclan, dijo una vez Kiyoshi, a sí mismo se lo dijo. Por esa razón colocó la pared de papel en la mitad de la sala, separando sus artes. Durante el día trabajaba en las esculturas, una vez entrada la noche, Kiyoshi se dedicaba a la magia. 

Ya era de noche y la nieve seguía cayendo. Kiyoshi, todavía con la taza de té en la mano, se había demorado en el sector del origami. El sólo hecho de preocuparse para llevar a cabo su deseo le provocó un escalofrío, un temblor parecido al de la primera vez que se le ocurrió. Había sido una locura planearlo, incluso el mismo arte lo había distraído durante ese tiempo. Pero esa noche era distinto: ya no le parecía una locura. Entonces, como todas las noches, se internó al otro lado del shoji y miró el retrato.

 —Asami…

Dijo con voz suave, para que nadie lo escuchara, ni siquiera las esculturas por si acaso podían oír. Se paró frente al retrato, se sentía preparado para ese acto, para ese proceder de mago tan especial. Comenzó a operar los conjuros para los que no necesitaba atuendos ni ilusiones ópticas. Las dos velas de esa mitad de la sala ardían en rincones opuestos. La sombra de Kiyoshi era muchas sombras juntas, las manchas oscuras se fundían en los leves movimientos de las llamas. Sus oscilaciones, sus manos, se multiplicaron en mil voces. Sus oraciones mágicas fueron susurros en la noche blanca del invierno. 

Kiyoshi silenció, adivinó una brisa detrás del shôji. Algo se movía del lado de las esculturas, algo dibujó una silueta de sombras en la pared translúcida. Fue una mano de papel la que finalmente descorrió el shôji. 

—Kiyoshi…  —dijo una voz de mujer. 

Kiyoshi tembló, sus labios temblaron. Su deseo lo enfrentaba: una Asami de papel, su última escultura de origami, una copia fiel, una creación perfecta. La Asami de papel se acercó de a poco, paso a paso, haciendo crujir los pliegues en cada movimiento. Kiyoshi retrocedió lento, hasta que su espalda rozó el retrato. 

—No tengas miedo. 

Le dijo la Asami de papel, y la escultura se acercó hasta donde podía acercarse, buscaba besarlo, la Asami a la que Kiyoshi le dio vida buscaba besar a su creador. Kiyoshi no se opuso y se besaron en plena noche, se acariciaron, luego fueron los cuerpos en el piso de madera y los contornos geométricos de la Asami de papel a la luz de las velas. Fue el sexo y la noche. 

—Se mezclaron tus artes… —le dijo ella mientras lo acariciaba en la oscuridad. 

Asami, o una de sus versiones, había vuelto. Esa noche, la del plan perfecto, Kiyoshi la recordaría siempre. 

Llegó la madrugada fría. Kiyoshi se levantó temprano, había oscuridad  mezclada con reflejos de luz en la nieve de afuera, y delante de los ojos de la Asami de papel destrozó el shôji. La sala volvió a ser una. 

—No debiste hacerlo. 

Le dijo la Asami de papel mirando el piso. 

—Kiyoshi, con tu magia deberás inmovilizarme, debo volver a ser lo que fui, como el resto de las esculturas. 

Kiyoshi sonrió, pero Asami no levantó la mirada y no descubrió esa sonrisa. 

—No soy la misma Asami, Kiyoshi. —suspiró—. No soy ella. 

—Déjame creer que eres ella, que las dos son la misma mujer —sentenció Kiyoshi—. Mi magia no puede devolverte a tu estado original, hoy mismo decidí abandonar mis artes.

La nieve había dejado de caer por unas horas, la mañana de sol se disponía ideal para la tarea. Decididos, Kiyoshi y la Asami de papel salieron al jardín, caminaron hasta un hueco libre que la nieve había dejado en la hojarasca. Adelante, la Asami de papel, entregada a su destino inexorable, atrás Kiyoshi con una de las velas encendida en su mano. No se abrazaron, ninguno lloró, la Asami de papel había entendido. 

 Kiyoshi encendió los pies, primero los pequeños pies, y el fuego la fue consumiendo. Cuando aquella Asami fue todo fuego, Kiyoshi corrió a la sala, descolgó el retrato, la sonrisa de la otra Asami, o de la misma, recogió el resto de las esculturas y, de nuevo en el jardín, arrojó todo al fuego. La tela del retrato se evaporó al igual que las últimas partes de la mujer de papel. 

Mientras todo ardía en el jardín, mientras se consumaba el plan, Kiyoshi se sentó una vez más sobre el tatami, esperó a la tarde y tomó su té. La sala, a sus espaldas, fue una sola, grande y vacía. Kiyoshi miró los vestigios de la hoguera, el marco de madera, negro por el fuego, y la nieve que caía de nuevo tapando el follaje.

La aldea pálida aguardando paciente la noche del invierno al pie del monte Mitake. 

 


CRÉDITOS
*Martin Di Lisio nació en Buenos Aires en 1980. Escribe cuento, novela, teatro y poesía. Publicó los libros de cuentos Hacerse agua (Ed.Municipal de Córdoba,, 2011),  Distancias (Ed. El8vo loco-Milena Caserola, 2013) y Pictografías (Ed. Zona Borde, 2015), y la novela Paraguay (Ed. Alto Pogo, 2019). Obtuvo diversos premios en narrativa y dramaturgia. Actualmente reside en Tandil.
**Radha Carrizo nació en Chozica, Perú. Vivió su infancia en Villa Gesell donde realizo diversos talleres de dibujo y pintura experimental. En el 2014 ingreso a la Universidad Nacional de las Artes donde hasta la actualidad se encuentra realizando la licenciatura en artes visuales.
Tiene un especial interés en las culturas orientales y en la mixtura entre oriente y occidente que plasma en sus ilustraciones.
Instagram: Radha

 

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